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Opinión| EL CABALLITO DE HIERRO: Un Regalo de Navidad

Por EDWIN DORIA

Ese día Carlitos despertó más temprano que de costumbre con la ilusión que por la noche su padre se presentaría con una bicicleta como regalo de navidad para seguirle las ruedas que recorría decenas de kilómetros, transportando veinte kilos de queso en una canasta plástica que colocaba en la parrilla trasera de su bicicleta para venderlo al otro extremo de la población fronteriza.

En su travesía para vender los kilos de queso que compraba a precio razonable, atravesaba trochas, carreteras sin asfaltar, cruzaba ríos en pequeñas botes de madera en su transitar con la bicicleta. No solo debía pagar el soborno a la guardia corrupta, sino a retenes ilegales clandestinos para poder llegar al lugar de destino, so riesgo de perderlo todo si un guardia fronterizo se antojaba del queso viajero.
Mientras su padre hacia peripecias para llegar al otro lado de la frontera, con dos envases tamaño dos litros llenos de agua y otro con agua de maíz para mitigar el hambre y las altas temperaturas, Carlitos, ayudaba a su madre en los quehaceres de la casa y el cuidado de sus dos hermanitas, en tanto, ella, lavaba y remendaba la mejor ropita que vestirían sus hijos para que fuesen por los regalitos el último día de la novena en casa de un vecino dadivoso que cumplía una manda navideña.
En una esquina ubicada a ciento veinte kilómetros de su hogar, el hombre puso en venta el queso, para al final de la tarde, con las ganancias obtenidas pagar la última cuota de la bicicleta de segunda, que durante un año fue abonando gota a gota en el taller de cochise, experto en dejar como nuevo los caballitos de hierro usados.

Esa noche, al padre le tocó quedarse a dormir en la terraza de la terminal de transporte terrestre, como otras veces, cuando no lograba vender la totalidad del queso.

Durante la noche hasta la madrugada, la calle estuvo de fiesta. Los equipos de sonido y los turbos colocados en las puertas de las casas vecinas emitían a todo pulmón las canciones navideñas interpretadas en distintos ritmos propios y foráneos. La pólvora se hacia notar con luces y estallidos por encima de los ruidosos aparatos que animaban la fiesta decembrina con bebidas alcohólicas y gastronomía popular. Tampoco se hicieron esperar los disparos al aire de armas de fuego, las balas perdidas y las bolas de candela que amenazaban con incendiar todo.

Carlitos, no salió de casa, observaba desde la ventana todo el panorama festivo. Perdido en sus pensamientos miraba esperanzado la calle asimétrica de casas desiguales por dónde debía aparecer su padre con la bici, soñaba con pedalear al lado de su padre para ayudarlo en el trabajo y comprar en la próxima navidad un regalo bonito a su mamá que preparó agua de maíz con tortilla sin huevos con la bienestarina que le suministraron en la guardería a las niñas antes de entrar en vacaciones.

La población fronteriza amaneció desolada. En horas de la mañana, el padre no pudo vender ni cuatro onzas de queso, todo el pueblo dormía, el comercio cerrado y los ladrones sueltos de madrina haciendo su agosto. Durante medio día solo probó un tinto que compró a otro vendedor en las mismas circunstancias. Al filo de la tarde la población ya estaba en pie para continuar con los festejos, y fue cuando pudo vender el restante a las tiendas que lo compraron a un costo menor.

Cuando eran las seis de la tarde estaba subido con las dos bicicletas en una camioneta destartalada que lo dejaba en dos horas y treinta minutos, cerca de la población donde se encontraba su familia a la espera.

Se fueron por la trocha para evitar los retenes de la guardia. La trocha era un camino lleno de piedras y polvo que se levantaba al pasar de carros, motos, camiones que transportaban mercancía de contrabando. Pero ese día festivo, estaban a merced de cualquier caso fortuito, como efectivamente sucedió.

Cuando llevaban un hora de camino, entre la maleza polvorienta aparecieron cuatro motos con parrilleros a bordo, disparando hacia el vehículo que transportaba al padre de Carlitos y diez personas más, lo que obligó al conductor de inmediato a detener bruscamente la camioneta.

Los motorizados obligaron al conductor a desviarse del camino, monte adentro. Al llegar al sitio indicado por los malhechores, los obligaron a descender del auto. Los registraron hasta en sus intimidades y les quitaron el dinero y las pertenencia que guardaban en sendos sacos de naylon que llevaban con ellos, al estilo Papa Noel. El padre solo pensaba en la bicicleta de su hijo y en la propia que era la principal herramienta de su trabajo. Al final, luego de pensarlo y pensarlo, se dieron cuenta que algunos objetos no podrían cargar con ellos. Y se dieron a la huida por dónde entraron, no sin antes, asegurarse de dejarlos amarrados uno con otro como una tira de butifarra en medio de la noche a luz de luna.

Solo por la madrugada del siguiente día el padre llegó a su destino hecho trizas. Porque luego del incidente, lograron desatarse y al salir a la trocha, encontraron la camioneta con las cuatro llantas perforadas. El padre siguió su camino como pudo en bicicleta cómo lo hacía usualmente, pero con la otra a cuesta, y si sin los regalos de las niñas, que los asaltantes se llevaron, tampoco sin dinero para alimentarse en casa y mucho menos el plante para su negocio del queso.

Finalmente llegó casi muerto a casa, los vecinos tuvieron que ayudarlo y llevarlo hasta la cama para recibir primeros auxilios y la madre junto con Carlitos comprendieron la situación y de inmediato fueron dónde el usurero del barrio a empeñar la bicicleta que Carlitos nunca estrenó.

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